Las Naciones Unidas han[declarado el 22 de marzo como el Día Mundial del Agua… y eso me hizo recordar el tiempo que viví en Somalia, y cuánto aprendí a valorar el agua.
Cuando regresé, escribí un reportaje, que fue publicado en la Revista del Domingo del diario El Mercurio. Aquí va… que lo disfruten.
El 22 de marzo ha sido declarado por las NU como el Día Mundial del Agua. Y me hizo recordar el tiempo que viví en Somalia, África. Cuando regresé, escribí un reportaje, que fue publicado en la Revista del Domingo del diario El Mercurio de Santiago, Chile.
Lo comparto con ustedes, para que cada día apreciemos más el privilegio de tener agua para beber, para cocinar, para ducharnos, para lavar, para regar… es algo maravilloso.
Aquí va el reportaje:
UNA CHILENA EN EL ÁFRICA DESESPERANTE
Por Albina Sabater
El calor me llega como si acabara de entrar en un horno industrial. Y son solo las 8 de la mañana, hora de Somalia. Estoy en el Aeropuerto Internacional de Mogadiscio, un edificio pequeño, mal iluminado, con las paredes pintadas mitad color café y mitad color rosado.
En la aduana reina una estupenda confusión. Negros agitan papeles en las manos, gritan, acarrean maletas, y repiten siempre los mismos actos. Me siento a observarlos mientras los ejecutivos de la firma ítalo-somalí, para la cual trabaja mi esposo, arreglan el asunto de nuestra entrada al país.
Los somalíes tienen rasgos finos y son bastante esbeltos. Hay algunos realmente guapos. Pero sus movimientos parecen torpes, se ven desgarbados. Las mujeres, en cambio, lucen muy bien, con alegres trajes largos, que parecen de fiesta.
Pasan subrepticiamente unos billetes de manos blancas a manos negras, y nuestras maletas salen de la aduana sin ser revisadas.
Poco veo de Mogadiscio. Descansamos en casa de un funcionario italiano hasta la partida del avión a Kisimayo, la tercera ciudad en importancia del país, y la más cercana a la hacienda bananera donde vamos a vivir.
La esposa del funcionario me pregunta si estoy informada que la zona de la plantación es zona malárica. Le respondo que sí, que también me han advertido de la abundancia de cocodrilos, de serpientes. Ella comenta:
– Si Mogadiscio es tan poco civilizado, la hacienda debe ser prehistórica. Es usted valiente…
– Sí. Tengo la misma valentía del niño que mete los dedos en el enchufe…
– Venga a verme cuando regrese a Mogadiscio. Y buena suerte.
Realmente, la voy a necesitar.
Partimos, y en este pequeño avión que hace la ruta Mogadiscio-Kisimayo, me doy cuenta de que Somalia es un país muy nuevo… y que sus pilotos también lo son.
UN MOTEL CON ESCORPIONES
Nuestro hijo de cuatro años duerme profundamente, y pronto mi marido y yo lo imitamos. Hemos completado 36 horas de viaje: Santiago, Buenos Aires, Dakar, Roma, Jartum, Mogadiscio, Kisimayo, con las respectivas esperas para la combinación de vuelos.
Al menos, en Kisimayo podremos dormir una noche, antes de partir a la Hacienda Mazzi, que será nuestro hogar… hasta que aguante.
El aeropuerto de Kisimayo no es peor que el de Mogadiscio. Incluso se ve más nuevo y un poco más limpio. El calor ambiente sofoca. Mi hijo se lleva una fuerte impresión cuando ve a una mujer toda envuelta en una túnica negra… y con la cara absolutamente tapada con un velo rojo. Hasta yo me inquieto un poco. Se ve rarísima. Pertenece a una tribu donde está prohibido mostrar el rostro.
Un taxista, que conduce como si compitiera en la Fórmula Uno, nos lleva hata el motel más lujoso del sur de Somalia… y el único.
Es un conjunto de cabañas redondas de cemento, que imitan las de los nativos, hechas de barro y ramas.
El restaurante central es una sala pelada, pintada con colores chillones. Las mesas lucen manteles sucios y cubiertos viejos. Moscas y hormigas viven aquí gustosas.
Se acerca un mozo color café oscuro.
-¿Qué te sirvo?
No saben conjugar los verbos. Aquí todos se tutean. Hay que hacer lo mismo.
Para beber, té o jugo de sandía. Me decido por el té. Nuestro hijo consigue que lo autoricemos a tomar jugo de sandía…
Lo vomitará diez minutos más tarde, para gran satisfacción de las hormigas que pululan por el suelo.
Me han dicho que hay escorpiones en el motel, pero espero que no se les ocurra venir esta noche. Pese al calor, finalmente me vence el sueño, sin encontrar antes respuesta a mis dudas sobre este viaje y sin hacerle caso a unos lagartos amarillentos que parecen observarme desde las paredes.
Partimos al día siguiente hacia la hacienda donde viviremos: Mazzi. Una hora de camino. El chofer parece entrenado en la misma escuela que el anterior.
Primero, el paisaje es árido. Solo espino, matorrales casi secos. Algunos mandriles cruzan la carretera y alegran el viaje. Varios camellos de mirada despectiva llevan sus cargas de leña, arriados por niños cubiertos de harapos.
Nos detienen tres veces, en los controles camineros que el Gobierno ha dispuesto para evitar el contrabando de armas. Pero los guardias coocen a mi marido, nos observan y comentan socarronamente:
-¿Has traído mujer? ¿Una sola?
– Sí, una sola. Y un hijo solo.
Los somalíes pertenecen al Islam. Pueden tener cuatro esposas y dos concubinas. Pero parece que no les basta: frecuentan también a prostitutas.
El paisaje ya ha cambiado: estamos llegando a la zona de las plantaciones bananeras y el verde intenso de las hojas de los plátanos hace que el cielo se vea más azul. Es un hermoso panorama. Hay aldeas que surgen a lo largo de la carretera, siempre cerca de alguna plantación. Están compuestas por chozas redondas que parecen tener un sombrero de hojas de palmera. Es más interesante verlas que vivir en ellas, supongo.
Y de pronto el taxi abandona la carreteara y se interna por un camino de tierra. Diez minutos más tarde hemos llegado a la hacienda.
LA PIEL MOLESTOSA
No nos esperaban.
Obvio: no había cómo avisarles, ya que no existen los teléfonos en esta zona. Y mientras limpian la cabaña que será mi casa, me ofrecen jugo de pomelos.
Recuerdo lo sucedido con el jugo de sandía, pero es tanta la sed, que acepto. Tengo suerte: el jugo está fresco.
El “boy”, como le llaman al mozo, anuncia:
“Casa estar lista”.
Lleva las maletas a una cabaña verde montada sobre pilotes de cemento. Lo primero que veo al entrar son dos murciélagos que cuelgan cabeza debajo de una plancha desprendida en el cielo raso. Me trago el espanto. Ellos no, y vuelvan asustados a mi alrededor.
Después de una larga tramitación, se arregla la plancha del techo. Los murciélagos no volverán a salir… de allí, por lo menos.
La cena me parece agradable, aunque el aceite parece rancio. El pan se ve apetitoso. Al partirlo, descuartizo a dos insectos que hay adentro.
No como pan.
Y no lo comeré por mucho tiempo, porque la harina es importada… pero pasa meses en las bodegas, y se llena de gorgojos. Y aunque se limpie, queda en el pan el sabor y el olor de esos insectos. Y si a esto se suma el sabor de la “mano de obra”, el resultado es poco agradable.
Hemos llegado en el “Gilal”, la época más calurosa, y es difícil conciliar el sueño. Las ranas cantan toda la noche y los días viernes, los días de descanso de los musulmanes, se escuchan los “tam-tam” de los tambores de la aldea vecina. No sirven precisamente como canción de cuna. Sobre todo si pienso que soy la única mujer blanca en 60 kilómetros a la redonda.
Durante los días que siguen, me dedico a limpiar la cabaña. Es un trabajo que no termina nunca. Si a ratos yo no tengo ánimo para nada, las arañas sí lo tienen. Y tejen incansablemente, a pesar del insecticida que desparramo todos los días.
La temperatura, dentro de la casa, es de 38 a 40 grados. Todo está caliente: la mesa, las sillas, las camas, las tazas, ¡los libros!
La ropa más liviana se siente como si fuera una armadura. Hasta la piel molesta.
Yo pensaba que los negros estarían acostumbrados. No es así. Sudan como esclavos en galeones y se mueven en cámara lenta. Yo apenas tengo energías para echar insecticida. La frescura de las cuatro duchas que tomo al día dura… hasta que salgo del agua.
MI ENEMIGO, EL COCINERO
Llevamos apenas quince días en la hacienda y ya hemos tenido, en conjunto, tres indigestiones, dos diarreas, un ataque al hígado y varios vómitos.
No cabe duda de que debo hacer un esfuerzo supremo y enfrentarme al enemigo. Preparo una cara feroz frente al espejo y recorro los 200 metros que me separan de la cocina, decidida a defender la salud de la familia.
La cocina parece la antesala del infierno. Si afuera hay 40 o 42 grados de temperatura, aquí debe haber 50, o más. A través del humo que surge de los cuatro hornillos que funcionan a carbón, distingo al cocinero. En cuanto me ve, se seca el sudor con un mugriento paño de cocina.
Trago saliva y trato de convencerme de que soy valiente, haciendo caso omiso de las hormigas, abejas, cucarachas y bichos no clasificados que circulan por todas partes.
Lo saludo muy seria y le digo:
-No quiero más aceite en las comidas. Tu aceite ser muy malo. Causar dolor de estómago. Quiero carne a la parrilla, sin aceite, y carne cocida en agua hervida, sin aceite.
Me mira como si yo estuviera loca: el aceite es muy preciado en Somalia y usarlo es signo de riqueza.
Busco entre el humo la lata que están usando y veo la fecha de fabricación… ¡tiene ya catorce años!
Si al menos el aceite fuera vino…
Aprovecho la ocasión para preguntarle por qué los plátanos que nos llevan de postre tienen ese olor y ese sabor a azumagado. Me muestra un baúl muy bien cerrado. Allí los guardan, verdecitos, y esperan a que maduren. Si los sacan del cajón, se los comen las hormigas.
-¿Y por qué no dejarlos afuera, al aire, hasta que maduren?
-Comérselos los pájaros azules.
Deduzco que tendré que esperar hasta que viva muy lejos de una hacienda bananera para comer un plátano decente, y me viene una inmensa nostalgia de aquellos plátanos sanitos, amarillitos, que comía en Santiago.
TRAGEDIA DEL AGUA
Hay frases que he escuchado muchas veces en mi vida y ahora me hacen sonreír, sin mucha alegría: cuando algo es sencillo, se dice: “Es tan simple como tomarse un vaso de agua”. Cuando algo es obvio: “Está tan claro como el agua”.
¡Ja!
Tomar aquí un vaso de agua es una tarea muy larga y complicada. La única fuente es el río Juba, que recorre gran parte del país, y en él viven cocodrilos, hipopótamos y otros especímenes, amén de los peces. A sus aguas van a parar también los despojos de las comidas de los hipopótamos y cocodrilos. Estos tienen una especie de acuerdo común: el cocodrilo atrapa la presa (cabritos, ciervos, terneros y un negrito de vez en cuando), y se come las partes que más le agradan. El resto lo aprovecha el hipopótamo, que es demasiado pesado como para hacer solo el trabajo de cacería.
Por supuesto, el río es también “el baño” de estos y otros animalitos, y la fuente adonde acuden a saciar su sed los elefantes, los leones, los guepardos y todos los demás irracionales de la zona.
El agua del río tiene un color café oscuro. Comparado con el Juba, nuestro Mapocho es un arroyo de límpidas aguas.
Bueno, de este río, con bombas, se saca el líquido para el consumo y para regar las plantaciones de bananos.
Suele suceder, muy a menudo, que las bombas se echen a perder, y la rapidez con que trabajan los somalíes… el asunto de la reparación toma su tiempo.
Entonces, simplemente, no hay agua, ni para beber ni para bañarse, y no queda más remedio que esperar. Con paciencia musulmana.
MANÍA DE LOS “GAL”
Cuando las bombas funcionan, el agua va a parar a un gran estanque, para que se decante un poco, y a través de una pequeña red de cañerías llega a la cocina y a los baños de las tres casas de la hacienda. Es frecuente abrir la llave del lavamanos y ver salir esta agua cafecita con algunos bichitos que han hecho el paseo por las cañerías.
Por los orificios de la ducha les resulta más difícil pasar, afortunadamente. Ducharse, a veces, significa quedar más sucio que antes, pero uno queda al menos con la idea de haberse bañado.
De no sé dónde, mi marido ha conseguido un filtro inglés que parece una pieza de museo. Es un cilindro de un metro de altura, en cuyo interior hay dos tubos huecos de algo parecido a la piedra pómez. Filtrar dos libros de agua demora una hora. ¡Y es fabuloso ver aparecer esta agua transparente!
Pero las bacterias, obviamente, están allí. Y hay que hervir el agua, en la cocina, cuando algún hornillo está desocupado, y siempre que haya carbón, por supuesto (también escasea, a veces). Debo vigilar que el boy haga hervir realmente el agua. Porque para él no tiene la más mínima importancia todo este asunto y debe parecerle absolutamente absurda esta manía de los “gal”. (“Gal” es cualquiera no musulmán).
El boy toma el agua directamente del río, como todos los demás. Claro, lo ha hecho desde que nació. Y ha sobrevivido.
Así, cuando por fin he logrado hacer hervir mis dos preciosos litros de agua, llevo mi ardiente tesoro hasta la cabaña… y debo esperar a que se enfríen. Cosa un poco difícil cuando la temperatura fluctúa entre los 38 y los 40 grados.
Pero, ¡qué formidable es poder tomarse al fin un vaso de agua!
¡CUIDADO CON LAS SERPIENTES!
Creía estar preparada para el susto, pero no era cierto. Venía esta tarde de la cocina, cuando de pronto veo que ondula en el sendero “algo! Verde y dorado. Antes de que mi cerebro anotara y tradujera la impresión visual, ese “algo” había desaparecido en el pasto. Era una serpiente. ¡Mi primera serpiente! Ni siquiera alcancé a sentir miedo.
He comenzado a caminar con más cuidado que el habitual. Y a meter mucho ruido cuando paso por un sendero donde ha crecido el pasto. Si las serpientes sienten un rumor, escapan. El peligro está en tropezar con alguna que esté durmiendo la siesta, o pisarle la cola a otra que vaya muy campante camino al río.
La variedad de ofidios es grande: desde la pitón, que mide seis metros de largo y treinta centímetros de diámetro, hasta una negra, pequeñita, cuya mordedura es mortal. Dicen que no se alcanza a encomendar el alma al cielo después de la picadura. Según me han contado los guardianes, la sangre se convierte en espuma, en cuestión de segundos.
Algo de cierto de haber en esto, puesto que los negros que viven en los matorrales fabrican flechas para matar elefantes y leones. La punta de la flecha la impregnan con el veneno de esta serpiente. Y aseguran que basta que la flecha penetre apenas en la piel del animal para matarlo. No alcanza a correr ni 200 metros y se desploma.
A un misionero franciscano, que viene a visitarnos de vez en cuando, lo atacó hace poco una naya. Es una serpiente grande, que cuando siente una presencia extraña se alza y escupe, directo a los ojos, con una puntería formidable. El veneno causa la ceguera temporal (en el mejor de los casos). El sacerdote estuvo una semana completamente ciego. Si el veneno, en vez en caer en los ojos, cae en las ventanillas de la nariz o en la boca, no se cuenta el cuento.
Me consuela saber que Said, uno de los guardianes nocturnos, ha ganado fama de gran cazador de serpientes. Es casi común verlo con su cayado en alto… y con una serpiente muerta colgando en la punta.
A veces encuentra nidos enteros… a metros de nuestra cabaña.
CONFIESO MIS CRÍMENES
Por fin ha llegado la estación de las lluvias. De los diluvios, mejor dicho. Cortinas de agua caen con una fuerza avasalladora, creando lagunas en pocos minutos. Pero el aire se refresca, y salgo a la veranda a respirar a pleno pulmón. ¡Qué delicia! Delicia para mí. Para muchos insectos la lluvia es un batallón de fusilamiento: caen montones de libélulas a las pozas, sin poderse levantar más. Las mariposas vuelan a esconderse bajo las hojas de los árboles. Muchas no alcanzan a llegar.
Sin embargo, todo tiene su revés.
Como lo sospechaba, las lluvias producen después una explosión e insectos. Y la primera noche, después de la gran lluvia, llega la pesadilla.
Cuando se enciende la luz en la cabaña, miles y miles de insectos tratan de entrar a través de las rejillas de las ventanas.
Yo creo que todo está bien cerrado, pero no sé cómo encuentran una ranura y comienzan a entrar atolondradamente, por centenares, y llenan la habitación.
Hay de todo tipo y tamaño.
Vuelvan alrededor de nosotros, desesperados, buscando no sé qué.
Mientras mi marido busca afanosamente unos papeles para taponear la ranura y unas sábanas para cubrir las ventanas, mi hijo y yo nos dedicamos a una matanza frenética e incontrolada. Recuerdo, por asociación, la película Los pájaros, pero esto es peor. Parece que no se va a terminar nunca, que jamás acabaremos con ellos, que caeremos agotados y seguirán entrando, sin cesar. Los siento en mi cabeza, en mi ropa, en mis brazos. Son nubes de insectos enloquecidos a los que trato de derribar con un libro en cada mano, en tanto que mi hijo Ruggero aplasta los que han caído al suelo atontados.
No sé cuánto dura la matanza. Mi esposo ya ha cerrado la ranura y ha puesto sábanas en todas las ventanas. Nos dedicamos los tres a rematar a los que quedan.
Cuando vuelve la calma, supongo que los insectos me someterán algún día a una especie de juicio de Nuremberg.
MÁS VISITAS DE CORTESÍA
Esa noche duermo a saltos y siento que ya he pasado la peor prueba.
Estoy equivocada.
Lo peor viene después, con las hormigas. No ha pasado ni una semana de la “gran matanza” cuando, al irme a acostar, veo una columna de pequeñas hormigas que sube por la pared del dormitorio y comienza a dispersarse sobre la cama. Recurro al DDT, aunque sé que luego tendré un dolor de cabeza bárbaro y que no podré dormir por el olor.
Y entonces voy al baño. Y me encuentro con un espectáculo que no olvidaré mientras viva: el baño, de paredes y artefactos blancos, está negro. Es solo un gigantesco hormiguero. No hay ni un centímetro cuadrado donde no haya una hormiga: las paredes, el techo, el bidet, el WC, la ducha, el lavamanos, el piso, todo, todo, todo, está cubierto que hormigas que se mueven de un lado a otro sin cesar.
La invasión se ha producido en menos de una hora, porque antes de la cena vine al baño y, como todas las tardes, eché DDT en todos los rincones.
Y se inicia otra matanza, que me deja deshecha y con los nervios convertidos en lanilla.
A la mañana siguiente, al recoger los cadáveres con el boy, encuentro miles de puntitos blancos en la ropa que tenía secando en el baño; en los bolsillos, bajo los cuellos, en cada pliegue. Son larvas que han dejado las hormigas.
Esta vez tengo ganas de vomitar…
APARECE LA MALARIA
Llevamos tres meses en la hacienda, y como mi marido viaja a la capital, Mogadiscio, lo acompañamos. Pero nuestro hijo tiene fiebre de nuevo. Está muy decaído y no ha querido comer nada. Todas las semanas ha tomado una tableta de cloroquina, preventivo de la malaria… No creo que… En fin, tal vez sea un resfrío pasajero. Trataré de ubicar a un médico en Mogadiscio.
En el avión, de Kisimayo a la capital, lo noto tenso. Demasiado tenso. Y de pronto, me aprieta la mano y veo que comienza a echar espuma por la boca. Pone los ojos en blanco, la cabeza le cae hacia atrás. Queda rígido.
Grito, no sé en qué idioma. Mi esposo, que va en el asiento de atrás, queda pálido al verlo. El resto de lo que sucede lo vivo como en una irrealidad fantasmal. Cojo al niño en mis brazos y me pongo a llorar, sin poder contenerme. Le hablo y no responde. Está frío. Veo que se movilizan las azafatas, y que me rodea un montón de gente: somalíes, paquistaníes, ingleses. Alguien me pasa una frazada para envolverlo, y lo acuno como si fuera un bebé, mientras ruego a Dios que no se me muera, qu no se muera. Cualquier cosa, pero que no muera.
“Es malaria”, dicen todos, “es malaria”.
Y el niño ahí, inmóvil.
Ya vamos a aterrizar cuando noto que comienza a temblar violentamente. ¡Está vivo! ¡Al menos, está vivo! La temperatura le sube en cuestión de segundos. Ahora está ardiendo y tiene la piel de color rojo. Suda copiosamente. Alguien me trae un paño mojado y le envuelvo la cabeza. Al poco rato, el paño está caliente. Después, nuevamente, se enfría.
Bajamos del avión con el niño envuelto en la frazada de la Somalia Airlines. Quiero llevarlo a un hospital, pero algo me dice que no lo haga. Vamos al hotel Al Curuba.
Y por primera vez agradezco al cielo que los taxistas conduzcan como pilotos de carrera.
En el hotel, le hago tragar dos tabletas de cloroquina, separándole a la fuerza las mandíbulas apretadas. Y pasamos toda la noche en vela, tratando de calmarle las convulsiones, que parecen de epiléptico; abrigándolo cuando tirita y cambiándole las toallas mojadas cuando le sube la temperatura. Delira a ratos y me llama con angustia. Lo abrazo para calmar su terror.
DESCUBRO UN ÁNGEL
A la mañana siguiente ya está mejor. Le hago beber agua mineral y le doy otra cloroquina.
Llamo por teléfono a la única persona que conozco en Mogadiscio: la señora que nos recibió cuando llegamos a Somalia, hace tres meses. Le explico la situación y me responde:
-No te preocupes. Conozco al médico jefe de la Facultad de Medicina. Es amigo mío. Te llamo en quince minutos.
A los quince minutos recibo su llamada:
-El médico está en mi casa. Te iré a buscar al hotel de inmediato.
¿Quién dijo que no existen los ángeles en este mundo?
El médico es un hombre de experiencia, abnegado. Luego de examinar al niño, confirma lo que yo sabía:
-Fue un ataque de malaria. Hizo bien al darle las tres tabletas de cloroquina. El peligro ya pasó. El niño está bien, pero un poco débil. Dele Fierro B-12. Aquí podrá conseguirlo.
-Pero, ¿cómo sucedió?- protesto-.¡Si he tomado todas las precauciones! La tableta semanal, el mosquitero…
-Las precauciones no bastan en una zona malárica. El peligro existe siempre. Además, debe saber usted que hay cuatro tipos de malaria. Una de ellas, la malaria perniciosa, es mortal. Afortunadamente, no fue el caso.
-Mmmmh
Y esa noche elevo la plegaria de acción de gracias más intensa de toda mi vida.
Mi hijo duerme tranquilo. No recuerda absolutamente nada de lo que le ha ocurrido.
MARAVILLA ANIMAL
Creo que este podría ser un buen slogan turístico para este país… si es que tuvieran algo más que ofrecer a los turistas. Porque la naturaleza parece que se hubiera vuelto loca combinando colores, formas y tamaños.
Si no se tuviera que vivir siempre a la defensiva, sería fantástico estar aquí. Sus aves y sus insectos constituyen una maravilla.
Hay pájaros azules brillantes, verde intenso, pájaros amarillos, rosados, manchados, de colas larguísimas, de plumas como seda. Hay libélulas moradas, naranjas, violetas, celestes… ¡y las mariposas! Parecen vestidas para un baile de gala, con terciopelos de colores indescriptibles.
Desafortunadamente no tengo aquí libros de entomología ni de ornitología. Me gustaría saber si ya están clasificados… o si he hecho algún descubrimiento.
Hay más de cien variedades de hormigas, desde unas pequeñitas hasta unas grandotas como un dedo meñique. Pero las pequeñitas son las más feroces. Las he visto atacar a unas hormigas grandes y a unas cucarachas… y comérselas. A veces, después de matarla, arrastran la presa hasta el hormiguero. No cabe duda de que saben que la unión hace la fuerza… y lo practican.
Las termitas son extraordinarias. Construyen sus túmulos con una rapidez asombrosa. Y desde adentro. Las hemos observado trabajar, y en pocas horas levantan ya construcciones de 20 o 30 centímetros de altura. En diez días son capaces de erigir un cono de más de un metro, como la que tenían cerca de la cocina.
Son interesantes las termitas. El problema es que no dejan mueble bueno y no hay cómo eliminarlas. No puedo usar la cómoda. Los estantes del comedor están cada vez más débiles.
¡Las termitas incluso nos han hecho caer de la cama! Estábamos tendidos ayer durmiendo la siesta, cuando de pronto, en fracción de segundos, al suelo. Las patas de madera de la cama se han desintegrado. Parecían firmes, pero las termitas se las habían comido por dentro, dejando solo una ligera capita externa.
Y por culpa de las termitas, ahora tendré que dormir en una cama somalí: una especie de mesa altísima, de red tejida con hojas de palmera… ¡Ideal para mis amigas las arañas!
CASARSE ES COSA SERIA
Mursal, el nuevo boy que tenemos, ha llegado esta mañana con cara de circunstancias. Le pregunto qué le pasa.
-Yo querer otra mujer- me comenta, con cierta tristeza.
-¿Y cuál es el problema?- pregunto, sabiendo que pueden tener hasta cuatro.
-Yo tener una, una mujer sola. Pero ella no querer ir a trabajar en chacra y pegar a hijo mío, hijo de primera mujer mía ya muerta.
(¡Menudo lío!)
-Ya entiendo- digo- ¿tú querer segunda mujer?
-No. Dejar a esta mujer y casarme con otra.
-¿Y cuál es el problema?- insisto.
-Necesitar dinero, quinientos chelines. Pedir préstamo a tu marido.
Quinientos chelines son como trescientos dólares, de modo que pretendo proteger los intereses de mi familia:
-¿Y para qué necesitas el dinero?
-Para comprar nueva esposa.
De esta forma, me he enterado de una faceta muy interesante de la sociedad somalí. Las esposas se venden y se compran. Naturalmente, como en todo comercio, hay grandes diferencias de calidades. Una esposa nueva, virgen, tiene mayor valor que ya “usada”, viuda o divorciada. El precio depende también de la calidad de la familia a que pertenezca la novia. La hija de un “santón”, o especie de cura de la aldea, cuesta mucho más cara que la hija de una familia pobre.
Los precios fluctúan entre 300 dólares en las aldeas y 3000 dólares, o más, en Mogadiscio, la capital. En Arabia Saudita suben a cifras extravagantes.
El novio, además, debe llevar una ofrenda en mercadería a los padres de la novia. Lo mínimo, en las aldeas somalíes, es un saco de maíz, cinco kilos de arroz, cinco kilos de azúcar, y una lata de aceite (la antigüedad del aceite es lo de menos). Lo novios de mejor situación económica regalan a los futuros suegros un cabrito o un cebú.
Llega mi marido y le comunico, conteniendo la risa, que Mursal necesita quinientos chelines para comprar una esposa. Pone cara de fingida seriedad y le dice:
-Tu esposa ser muy cara. Mujer mía ser gratis. Yo no pagar por ella.
El boy nos mira asombrado y cree que le estamos haciendo una broma. En su cara se lee: “Esposa gratis…blanca… imposible”.
Mursal consigue los quinientos chelines y yo aprovecho la ocasión para obtener más datos. Cuando un hombre se casa por primera vez, y la esposa es virgen, toda la aldea hace una fiesta, y el novio tiene que comprar un cebú para que lo coman entre todos. El novio ha construido su cabaña y allí debe estar encerrado con su esposa durante siete días y siete noches. Solo pueden salir para ir al baño… que está ahí, entre los matorrales que rodean el poblado.
¡Siete días y siete noches! Puede parecer muy emocionante, pero con 38 o 40 grados…
Después de los siete días y las siete noches, buenas noches. Él vuelve a su trabajo, con la cabeza rapada, como se estila, y ella se va a la chacra.
No se ven parejas tomadas de la mano o pololeando. Es el hombre quien elige. Y aunque ella no quiera, igual tiene que casarse. Los padres siempre estiman que la venta es un buen negocio. Y por eso se alegran de tener muchas hijas.
Hay un punto importante: un hombre puede tener cuatro esposas, sí; pero todas viven separadamente. Cada una en su cabaña. Y pueden conseguir el divorcio si se comprueba que su marido les ha pegado o que las ha dejado sin comida durante tres días seguidos.
SITUACIÓN EMBARAZOSA
Me he estado sintiendo mal últimamente. Ando decaída y cualquier cosa me produce náuseas. Claro que no es extraño, cuando se lleva más de un año comiendo pan con bichos, arroz con gusto a agua estancada y huevos descompuestos. Podría tratarse de una anemia… o de un embarazo.
Espero que no. Pero tengo que estar segura. Además, no puedo seguir así, sin ánimo para nada. La solución, obviamente, sería hacer un análisis de orina. Y hemos sabido que al hospital de Kisimayo acaban de llegar unos médicos chinos. ¡Quién sabe si han traído material de laboratorio!
Partimos en el jeep a las seis de la mañana, con el frasquito que encierra un misterio. Llegamos a las siete a Kisimayo. Me siento pésimo y no soporto las náuseas. Pero los médicos chinos están en el hospital y un enfermo somalí nos informa que en el equipo hay, ¡oh, maravilla!, una ginecóloga.
-Doctores chinos hablar en inglés- me advierte.
Ubico a la doctora Pi, así se llama, y la saludo. Me responde con una sonrisa y una inclinación de cabeza. Y le cuento mi problema.
Leo en su cara que no ha entendido ni jota. Mi inglés no será precisamente el de un profesor de Oxford, pero estoy segura de haberme expresado claramente.
Con una repentina sospecha le repito, lentamente, una sola frase, mientras le muestro el frasquito y paso mi mano sobre mi vientre, describiendo una curva con la mano. ¡Esta vez me ha entendido!
-Not urine exam- responde dificultosamente. Y luego, con pocas palabras y muchos gestos, me indica que me examinará.
Paso por alto la sábana sucia de la camilla y el balde con orina que hay en un rincón y me someto estoicamente al reconocimiento científico. ¡Todo por salir de dudas!
Veo que la doctora Pi mueve la cabeza afirmativamente… ¡y el mundo se me viene abajo! ¿Qué haré, embarazada, en este lugar prehistórico? ¿Y si se presenta un problema grave, o una pérdida?
No puedo seguir dándole vueltas al asunto. Trato de explicarle mis temores a la doctora, pero ella sigue sonriendo y diciendo que sí con la cabeza. Parece muy contenta, y debe jurar que me ha dado una maravillosa noticia.
ARENGA EN EL WC
He terminado de hacer las maletas. Dejo aquí todo lo que ya no sirve: ropa desteñida, juguetes rotos, libros releídos una y otra vez, todo lo que formó parte de nuestra vida diaria.
Esta es mi última noche en la Hacienda Mazzi. Y no puedo dormir, por la emoción… y por los zancudos, claro. Tengo ganas de ir al baño (son las gracias del embarazo). Saco cuidadosamente una mano por debajo del mosquitero y cojo la linterna. Me levanto.
En el baño, corren a esconderse las baratas y comienzan a buscarme los mosquitos.
Junto a la tina observo que las termitas han comenzado a levantar otro túmulo.
Les sonrío, las alumbro con la linterna y les digo:
-Trabajen, trabajen, y hagan el túmulo más grande de sus vidas. Les dejo a ustedes, a las arañas, a las hormigas, a las baratas, y a todos, la cabaña entera… ¡entera!
Y vuelvo a la civilización, con el pequeño souvenir que comienza a agitarse en mi vientre.
FIN DEL REPORTAJE